La noche del estreno es siempre la más importante. El
auditorio entero se puso en pie para recibir a los músicos, que lentamente
fueron tomando sus posiciones en el escenario. El director hizo una reverencia
al público y les dio la espalda. La función iba a comenzar. Dos toques de
batuta para atraer la atención de todo el equipo y uno más para que comenzaran
a tocar. La música se elevó como una nube de humo y comenzó a propagarse por la
sala. A unos les llevó el sonido de la primavera y les recordó momentos
felices. A otros sonidos de la semana santa y ensombreció sus semblantes. Había
gente emocionada y críticos que quedaron defraudados. Y entre todos los rostros
destacaba, por su sonrisa, el de un violinista. Era la primera noche que tocaba
y estaba emocionado.
Tocaban
su canción preferida, esa que su madre le había enseñado cuando aún era un
crío. No necesitaba mirar la partitura, ni al director, la música fluía por sus
dedos y conectaba con el instrumento como si fuera una prolongación de sus
manos. Mecía la cabeza al compás del arco y con el pie marcaba el ritmo. Sintió
que algo se movía a sus pies, quizás se le hubiera caído una partitura y
alguien la estuviera recogiendo. Pero cuando bajó la vista lo que contempló
rompió todo el encanto de la escena que protagonizaba.
Una
joven de unos quince años, depositaba un billete gris en el vaso de cartón que
había delante de él. Tragó saliva y le preguntó “¿Te ha gustado?”. “Yo sólo
escucho música pop, pero me han sobrado cinco euros de la cena y tengo que
gastármelos, sino se los voy a tener que devolver al viejo” Y tal y como había
venido se marchó, dejando al mendigo con dinero para comer y un sueño roto. La
noche estaba preciosa. El cielo estaba
estrellado, con millones de lucecitas que le hacían guiños, presagio de
que algo bueno iba a pasar, pero comenzaba a refrescar. Así que recogió sus
cosas y marchó en busca de un lugar donde poder descansar.
Bea Fernández.
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