Como
en una habitación abandonada, cerrada a cal y canto, en la que el polvo se había
hecho dueño y señor de todas las superficies horizontales. Como un pequeño
barco pesquero, hundido a los pies de cualquier acantilado, y abrazado por un
grupo de empalagosas algas. Como el engranaje oxidado de un bicicleta cuyo
dueño alcanzó, más temprano que tarde, la edad de los automóviles. Sus ideas
permanecían ocultas tras una opaca película protectora, la melancolía.
Tenía en sus manos un puñado de hojas.
La primera estaba en blanco, pero la segunda, en la esquina inferior, tenían un
pequeño dibujo. El engranaje de una bicicleta. Todas las demás páginas tenían
un pequeño diseño en la misma zona. Conforme avanzaban, el engranaje viajaba
por el mundo marino hasta colocarse en el motor de un barco que se ponía en
marcha inmediatamente, como si lo hubiera estado esperando para poder zarpar.
El barco viajaba a través del tiempo y del espacio, y conseguía transportar la
alegría, la pureza y el color del mar, hasta una habitación en la que el polvo
no tuvo más remedio que huir por donde había venido. Los muebles al fin
pudieron mostrar toda su belleza.
El
pintor despertó. La película que cegaba sus ojos había desaparecido. Aun no
había salido el sol, pero empezó a preparar su paleta de colores y colocó en el
caballete un lienzo en blanco.
Bea Fernández.
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