Una cara sin nombre.
Un rostro desconocido. Alzó las cejas en una sincronización perfecta con su
mano derecha y esperó. Me detuve, subió y me indicó una dirección. Al instante,
como tantas otras veces antes, me sentí títere y, sumiso, conduje hacia un
lugar que no representaba para mí más que un beneficio económico. No habló
durante el camino y respeté su silencio. No le cogí cariño, ni sentí un gran vacío
cuando lo dejé frente a las puertas de uno de los hoteles más lujosos de la
capital. Me dejó una generosa propina, la suficiente para comprarle un modesto
ramo de flores a mi mujer, y conseguir la mejor de mis sonrisas. Nos dimos las
gracias mutuamente, con un asentimiento mudo y nos dijimos adiós. Fin del trayecto.
Fin de la historia.
Bea Fernandez.
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