No era más que una
mancha escarlata que se extendía sobre una superficie blanco perlado. De mi
vientre brotaba rojo. Un rojo espeso, doloroso, infeccioso y consumidor. Un
rojo que dolía mirar. Un rojo hipnotizante. Un rojo que me subía a los ojos y
me hacía ver de color rojo. Un rojo
antiguo, como las cortinas de terciopelo de los teatros barrocos, pero a la vez
un rojo nuevo, como el rojo que mana de una herida recién abierta. Un rojo que
arrasaba con rojo, un rojo devastador. En mi mente solo cabía el rojo, y mis
ideas de vivos y variados colores habían escapado para rebotar, cual enjambre
de insectos, sobre las paredes del iglú. Mis manos estaban rojas y mi corazón
empezaba a sentir la falta de rojo en su interior.
Rápidamente, como un relámpago en un
cielo tormentoso, el rojo terminó de comerse al indefenso blanco, y derritió
por completo las paredes del iglú. Mis coloreadas ideas se dispersaron en la
negrura de la noche y mi último aliento se escapó con ellas. Mi cuerpo, ahora
de color burdeos quedó a la intemperie para deleite de los carnívoros árticos.
Bea Fernandez.
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